Reseña por Francisco González
Fuente: Crisis energética
El libro de Richard Heinberg “The Party’s Over” (New Society Publishers, 2003, Gabriola Island, BC, Canadá) documenta las bases y consecuencias de la predicción de un grupo de geólogos relacionados con la industria del petróleo: el hecho de que la producción mundial de petróleo está a punto de alcanzar su cenit. Los cálculos más fiables, basados en las reservas conocidas y el ritmo de consumo y de descubrimiento de nuevos yacimientos, indican que este techo es inevitable e inminente, y se alcanzará entre los años 2004 y 2012. A partir del momento en que se alcance, la cantidad neta de petróleo disponible comenzará a disminuir de manera inexorable año tras año. El libro examina también las implicaciones económicas y sociales de este acontecimiento. Puesto que el cambio representará la entrada en un conjunto de condiciones completamente nuevas dentro de la sociedad industrial, el análisis de sus consecuencias tiene un carácter inevitablemente conjetural. Se examinan las opciones disponibles (entre ellas las fuentes de energía alternativas al petróleo) y las medidas que sería necesario empezar a tomar inmediatamente para atenuar, en lo posible, la severidad de las consecuencias.
Desde la crisis del petróleo de los años 70 no han faltado libros cuyo mensaje se concentra en la necesidad de reducir el uso de energía, generalmente por motivos de preservación del medio ambiente. Consciente de esta noble tradición, Heinberg nos advierte que el suyo no es un libro más de este tipo. Y no lo es porque la reducción del consumo de energía pronto habrá dejado de ser algo optativo, para convertirse en una necesidad inevitable, desde el momento en que se alcance el techo de producción y se entre en el lado descendente de la curva. La cuestión será cómo controlar esa reducción y las inevitables consecuencias económicas que tendrá.
En su introducción, Heinberg distingue cuatro ‘voces’ principales en el coro que trata este asunto. La primera, la más optimista y difundida (hasta ahora) por los medios de comunicación, es la de los economistas neoliberales, para quienes nada puede escapar al poder reparador de las Fuerzas del Mercado. Según este grupo, un aumento en la demanda hará subir los precios y ‘estimulará’ la producción y el descubrimiento de nuevos yacimientos y fuentes alternativas. Ciertas sectas de esta doctrina pretenden incluso que cuánta más energía se use, más energía habrá disponible. Un premio Nobel de Economía, Robert Solow, aseguró que, llegado el caso, “el mundo podría, en efecto, arreglárselas sin recursos naturales”. [Frases de necedad comparable a la anterior no son infrecuentes entre economistas, y quienes se sorprendan de que una persona que diga estas cosas pueda recibir un premio Nobel deberían reexaminar su respeto por estas solemnes ceremonias y recordar, por ejemplo, que Henry Kissinger, el promotor principal de los bombardeos más ensañados, largos y mortíferos de la historia, y responsable de la muerte de más de tres millones de personas en Indochina, recibió el premio Nobel de la de la PAZ poco después de haber concluido el grueso de sus labores de exterminio.]
Otra voz bastante ‘estridente’, según Heinberg, es la de los protectores del medio ambiente, quienes, en comparación con la importancia de la causa que defienden, no parecen percatarse con demasiada claridad de las consecuencias de una drástica disminución de la cantidad de energía disponible dentro del sistema económico actual, o bien creen, como los economistas, que no habrá tal disminución.
La tercera voz es la de un grupo de geólogos independientes de la industria del petróleo, cuyos cálculos parecen dejar poca duda de que el techo de producción está a punto de alcanzarse. En realidad se ha alcanzado ya en la mayoría de los países productores, excepto los de Oriente Medio.
Los dos primeros capítulos dan una descripción general de la historia de las sociedades humanas (y animales) en relación con la energía disponible en su entorno, y la historia de la era industrial (el siglo 20) entendida como un intervalo cortísimo, y totalmente anómalo, de energía abundante y barata. El capítulo 3 presenta la información clave del libro: los cálculos de las reservas de petróleo y el momento en que se alcanzará el punto máximo de producción. El capítulo 4, sin duda el más inquietante, examina las consecuencias. Para entender por qué una reducción progresiva de la cantidad de energía disponible será probablemente responsable de un colapso económico y social sin precedentes (Heinberg usa la palabra colapse no en el sentido de desmoronamiento súbito y caótico, sino más bien de un deterioro gradual y constante de todo el sistema), tal vez la fuente más clara sea M. King Hubbert, quien en los años 50 predijo con gran precisión que el techo de producción en Estados Unidos ocurriría alrededor de 1970, como así fue.
Para Hubbert, entre las contradicciones que pueblan la sociedad industrial, la más fatal acabará siendo la que resulta de la coexistencia de dos sistemas completamente incompatibles: el primero se basa en la suma de conocimientos acumulados sobre el mundo físico y las propiedades de la relación entre la materia y la energía; el segundo es el sistema financiero-económico, que evolucionó por su propio camino y se rige por sus propias leyes (dentro de las cuales son comunes declaraciones absurdas como la mencionada anteriormente), leyes que exigen y presuponen un crecimiento continuo. Durante los últimos 150 años, ambos sistemas han podido mantener este crecimiento sostenido, esencial para su coexistencia, debido a la abundancia de energía fósil no renovable, es decir, algo completamente fuera del curso normal de circunstancias en la historia de la especie humana. El uso de energía ha ido aumentando año tras año en consonancia con el crecimiento económico, y esto ha permitido que la incompatibilidad de ambos sistemas se haya mantenido más o menos oculta. Para Hubbert, la única manera de evitar el caos resultante del declive energético sería rehacer completamente el sistema monetario-financiero de forma que deje de depender del crecimiento continuo para concentrarse en el proceso contrario: el encogimiento. Para Heinberg, el aspecto más evidente de la dependencia del crecimiento continuo es el sistema monetario. La mayoría de los países tienen un sistema financiero en el que prácticamente todo el dinero se crea a través de la emisión de préstamos. Heinberg señala que a menudo le resulta difícil hacer entender esto a sus alumnos: la idea de que el dinero es, en sus palabras “una entidad ficticia creada por los bancos, a partir de la nada, para facilitar el mantenimiento de las cuentas”. Si todo el dinero en circulación representa préstamos, cabe preguntarse de dónde sale el dinero para pagar los intereses de esos préstamos. El único sitio de donde puede salir es de otros préstamos, y así sucesivamente. Ahora bien, si este sistema de crecimiento-deuda perpetuo se ve perturbado o impedido por la falta de cooperación del sistema físico para sostenerlo mediante un aumento constante del suministro de energía, el resultado probable es más bien sombrío, debido sobre todo a la irracionalidad inherente del sistema económico-financiero, el cual es capaz de entrar en crisis profundas incluso durante períodos de gran abundancia de recursos y mano de obra. El ejemplo más patente fue la gran depresión de los años 30, época en la que no faltaban recursos y cosas que hacer, y millones de personas sin empleo con ganas de hacerlas, pero el sistema, en su completa irracionalidad, no permitía la conjunción de la mano de obra con el trabajo necesario. En teoría (pero sólo en teoría) esta misma irracionalidad podría permitir que, a la inversa, el sistema económico-financiero se comportara bien en pleno declive de la economía física. Pero esto parece muy poco probable. Lo probable, lo prácticamente seguro, es que la escasez energética desencadene agudas crisis económicas debidas al encarecimiemto de los medios de producción y la reducción de la rentabilidad de las empresas y del consumo, y conflictos bélicos cada vez más intensos para controlar las reservas que quedan.
Cuando se alcance el techo de producción de petróleo, quedará tanto petróleo bajo tierra como el que se ha extraído hasta ahora (desde 1859). La diferencia consistirá en que cada año será más difícil, o imposible, encontrar y extraer tanto petróleo como el año anterior. Será el lado descendente de la curva de producción, que necesariamente debe reflejar (con un retraso de varias décadas) la curva del descubrimiento de nuevos yacimentos, cuyo techo se alcanzó en los años 60. Aún cuando se intensificaran inmediatamente los esfuerzos para cambiar a otras fuentes de energía (lo cual parece muy poco probable) los resultados de estos esfuerzos vendrían demasiado tarde y serían, en todo caso, estrepitosamente insuficientes para prevenir el inevitable período de transición durante el cual la cantidad de energía disponible se verá drásticamente reducida. Porque es muy improbable que las fuentes de energía alternativa lleguen a reemplazar siquiera una pequeña parte de la dependencia casi total que hoy tenemos del petróleo. Acostumbrados a un régimen de crecimiento continuo durante el último siglo, los resultados de este encogimiento por venir son poco halagüeños. Heinberg pasa revista a algunos aspectos de las consecuencias previsibles.
Transporte. Tal vez la obra más colosal de la historia haya sido la construcción de millones de kilómetros de carreteras durante el siglo 20, algo que, una vez más, de ninguna manera hubiera sido posible sin el petróleo. En un mundo de carreteras deterioradas (cuando su mantenimiento en la escala actual resulte prohibitivo) por las que circularán sólo algunos vehículos especiales, pertenecientes a los pocos privilegiados que puedan permitírselos, el sistema de distribución de mercancías se vendrá paulatinamente abajo. El transporte aéreo, que hoy depende enteramente de la combustión de queroseno, tendría que emprender una transformación ingente para utilizar otros combustibles, tal vez hidrógeno. Esto suponiendo que se puedan salvar varios serios inconvenientes, entre ellos el hecho de que su volumen específico (aún reducido a estado líquido) es doce veces mayor que el del queroseno y por supuesto el hecho de que la energía neta del hidrógeno (la energía obtenida de su uso en relación con la energía utilizada para obtenerlo) es escandalosamente negativa. El resultado, en cualquier caso, será un enorme encarecimiento de los costes de transporte hasta el punto de forzar el regreso a la dependencia en la producción local de bienes y mercancías, en una especie de “globalización inversa” para la que hay poca preparación, ya que las infraestructuras de las economías de abastecimiento local han sido desmanteladas en la expansión de la economía global.
Alimentos y agricultura. La producción global de alimentos se triplicó durante el siglo veinte, reflejando aproximadamente el crecimiento demográfico en el mismo período. Este crecimiento se hizo a expensas de la utilización de cantidades cada vez mayores de energía (maquinaria, fertilizantes a base de nitrógeno producido a partir del gas natural, pesticidas, transporte y distribución de alimentos a zonas cada vez más alejadas), de manera que si por un lado la eficiencia agrícola —en términos de alimentos obtenidos por unidad de superficie cultivada— no ha hecho sino aumentar, por otro lado, la eficiencia en términos de alimentos obtenidos en relación a la energía utilizada no ha parado de disminuir, con lo que resulta que la agricultura industrial es, desde el punto de vista energético, la forma de producción de alimentos más ineficiente que haya existido jamás. La expansión y mecanización de la producción agrícola hizo posible una explosión demográfica monstruosa (de unos 1700 millones a más de 6000 millones de personas) en el espacio de poco más de un siglo. Cuando la abundancia de energía barata que facilitó esta explosión haya cesado, cabe preguntarse cuál será el número de personas que la Tierra podrá sustentar en la época de agricultura postindustrial. La pregunta es complicada, pero, según Heinberg, no sería descabellado decir que podrá sostener a un número similar al que sostenía antes de la industrialización de la agricultura. En este tema abundan las predicciones dispares. Los optimistas más audaces suelen estar subvencionados por la industria de la biotecnología, para quienes la ingeniería genética lo resolverá todo. Otros destilan un optimismo basado en niveles de austeridad completamente impensables. Así, un tal John Jevons, tras veinte años de investigaciones universitarias dedicadas a calcular la superficie mínima requerida para la producción de los alimentos necesarios para la supervivencia de una persona (sin el uso de hidrocarburos), llegó a la conclusión de que la supervivencia es posible con sólo 260 metros cuadrados por persona. El optimismo se enfría cuando comprendemos que este cálculo presupone métodos “biointensivos” para una dieta estrictamente vegetariana, sin aceites ni materia vegetal alguna para cocinar o hacer lumbre, y por supuesto sin ningún tipo de calefacción, así como el aprovechamiento de todos los desechos vegetales y humanos (incluyendo excrementos y cadáveres) para la preparación de detritus fertilizante. Este régimen superespartano permitiría, en teoría, el sustento de 7500 millones de personas. Más realista, dice Heinberg, parece la suposición de que la capacidad de sustento de la agricultura postindustrial será de unos 2000 millones de personas (y esto no tiene en cuenta la enorme degradación del suelo que ha tenido lugar en el intervalo). La diferencia entre esa cifra y el número actual de 6000 millones representa la reducción necesaria en un período bastante corto. Si esta reducción no se produce mediante programas voluntarios de descrecimiento y control de natalidad, se producirá mediante los métodos tradicionales de control demográfico. Es decir: hambrunas, epidemias y guerras en unas proporciones no conocidas hasta ahora.
La parte más floja del libro es tal vez el capítulo 6, dedicado a las recomendaciones para tratar de controlar el colapso. No es que estas recomendaciones, en conjunto, sean malas, pero muchas de ellas parecen poco aplicables a la gran mayoría de la población del planeta, sobre todo la población urbana. Heinberg recomienda, por ejemplo que la gente instale sistemas de células fotovoltaicas en sus casas El hecho de que el costo de estos sistemas resultaría prohibitivo para la gran mayoría del planeta no entra en sus comentarios. Tampoco parece pararse a pensar en la viabilidad de su recomendación cuando aconseja que la gente cultive hortalizas en su “jardín”. Uno se pregunta inmediatamente: ¿en qué jardín? ¿dónde van a plantar frijoles y berenjenas los cientos de millones de personas que viven hacinadas unas encima de otras en el asfalto de las ciudades? Y uno comprende que, al menos en estas páginas, Heinberg se dirige sobre todo a la clase media estadounidense, la que posee un terrenito detrás de la casa, dedicado normalmente a césped, que en más de la mitad del país se congela durante varios meses del año.
A pesar de estos pequeños defectos, se trata en general de un buen libro capaz de concienciar ampliamente al público sobre la magnitud del problema que se avecina, lleno de reflexiones y apartes interesantes. En un momento dado habla, por ejemplo, del "resentimiento indescriptible" que sentirán hacia nosotros las generaciones venideras, las de nuestros hijos y nietos, cuando se den plena cuenta del extravagante bacanal que organizaron sus padres y abuelos para no dejarles más que las heces en el fondo del jarro y un caos incontrolable. Nos complace vernos, dice Heinberg, como esencialmente superiores a los demás animales. Pero la especie humana, al encontrarse con el gran pastel del petróleo, triplicó su número en poco más de cien años, es decir, se ha comportado exactamente igual que las ratas o los parásitos cuando el azar pone a su alcance una fuente de alimento (energía) momentáneamente abundante: reproducción masiva hasta sobrepasar la capacidad de sostenimiento del medio en que se encuentran, y cuando esa fuente de alimento/energía se agota: colapso.
El tema está poco a poco —con cuentagotas— abriéndose paso en los medios de comunicación convencionales, aunque los pudibundos y serviles filtros por los que se rigen dichos medios no se deciden de momento a airear ciertas obviedades, por ejemplo que las cruzadas estadounidenses para llevar la “democracia” a lugares selectos del planeta obedezcan exclusivamente a su afán de acaparar las reservas de petróleo existentes, aunque la mayoría del público no parece tener grandes dificultades en ver la curiosa coincidencia geográfica entre el petróleo y los llamados “focos de terrorismo”. Es muy probable que en un plazo de unos pocos años la concienciación sobre el agotamiento del petróleo y el gas natural haya permeado los medios convencionales de noticias y sea objeto de intensos debates políticos. Es también más que probable, prácticamente seguro, que las consecuencias del inevitable declive empezarán a sentirse primero desde abajo, en los países y las clases más pobres, y que una recesión lenta pero continua comenzará en menos de una década, si no ha comenzado ya en todo el mundo industrial.
Al margen de los medios convencionales, el tema del agotamiento del petróleo y sus consecuencias es objeto de amplios debates en medios y grupos de discusión alternativos. Los más pesimistas y cínicos entre estos ven como inevitable un retroceso a formas de vida casi paleolíticas. No es infrecuente encontrar mensajes entre estos grupos que preconizan abiertamente el exterminio del 95% de la población del planeta (excluidos ellos, por supuesto, y suelen ser estadounidenses) a fin de “salvar a la civilización” de los estragos medioambientales que desencadenaría la quema desenfrenada de carbón y leña por parte de “las masas” en ausencia de gas y petróleo. Los más optimistas, en cambio, confían en una transición más o menos milagrosa hacia fuentes de energía que de momento existen sólo en papel. Otros, por su parte, hastiados del ahogo diario en atascos de tráfico cada vez más opresivos, mustios de ver cómo se les va la vida mirando a los humos del escape del coche que les precede, con expresión de lobotomizados (y al mismo tiempo con lúcida conciencia de su expresión), manifiestan su regocijo ante la certeza de que un día el mundo se verá finalmente liberado de la tiranía del asfalto, el atasco y el motor de combustión interna, por muy grandes y largas que sean las miserias que nos esperan hasta llegar a esa Arcadia de sus sueños.
No se necesita una imaginación excesivamente acalorada o alarmista para entender que, en ausencia de combustibles fósiles las sociedades industriales de hoy se vendrían abajo como un castillo de naipes en cuestión de semanas. Las consecuencias de una reducción lenta pero inexorable, en el sistema socioeconómico actual, no son prometedoras. Para quienes, comprensiblemente afectados por la monumental industria de lavado de cerebro procedente de Estados Unidos, insisten en ver a ese país como un modelo a seguir, es preciso puntualizar ciertos detalles no demasiado cacareados. Por ejemplo:Que en los últimos 20 años Estados Unidos ha quintuplicado su índice de encarcelamiento, y que hoy mantiene tras las rejas a una proporción más alta de su población que ningún otro país, actual o pasado.
- Que ese índice es unas 6 veces más alto que le de Europa occidental, el cual a su vez está también aumentando con respecto al mundo no industrializado.
- Que además de los dos millones de encarcelados, en EEUU hay otros cuatro millones de individuos en diferentes grados de libertad condicional, vigilancia o control por parte del sistema penitenciario.
- Que ese ingente y creciente ejército que vive tras las rejas se ve forzado a trabajar prácticamente gratis (a una media de 30 centavos por hora) para obtener un mínimo de reducción de su sentencia, y que esta mano de obra constituye una industria que mueve miles de millones de dólares y está en aumento imparable, como lo está la construcción de cárceles por toda la geografía del país, ya que los estadounidenses votan siempre alcandidato que promete más cárceles y más endurecimiento de las sentencias.
- Que muchos estados están gastando ya más dinero en cárceles que en educación superior y hay más negros en la cárcel que en la universidad.
- Que hay más de 40 millones de personas sin ningún tipo de seguro médico, y otros 100 millones con un seguro paupérrimo que apenas sirve para nada.
- Que el número de personas sin techo aumenta año tras año y que las cocinas caritativas se quejan de que ya no son sólo los marginados los que llegan a pedir plato de sopa, sino que cada vez tienen que pedir más sillas de bebé porque cada vez llegan más familias enteras incapaces de alimentarse.
- Que la redistribución de la riqueza en los últimos veinte años constituye un espectacular desplume de los ya desplumados, de forma que el 40% de la población con menos recursos ha sufrido una disminución del 76% de su riqueza en los últimos 20 años, y hoy ese grupo (casi la mitad del país) controla un 0,2% de la riqueza total. (ver http://www.inequality.org/factsfr.html)
- Que el secretario de defensa, Rumsfeld, declaró hace poco la necesidad de privatizar lo más posible el ejército estadounidense.
- Que el general Tommy Franks, liberador de Irak, declaró hace poco que, en el caso de un ataque terrorista espectacular, lo más lógico será que se abandone la constitución y se instaure un gobierno militar.
- Que las nuevas leyes del llamado Patriot Act dan al traste con la mayoría de las libertades y derechos individuales garantizados por la constitución.
- Que cualquier persona puede ser raptada por el estado y desaparecida o detenida sin acusaciones en la mejor tradición totalitaria, como ya está ocurriendo y ocurrirá en masa si se producen ataques terroristas de envergadura.
- Que la mendacidad de los medios de comunicación y el nivel de destrucción de facultades criticas que ejercen sobre la población es incalculable.
- Que las bases para un sistema totalitario mucho más sombrío que el de las novelas de Orwell o las pesadillas burocráticas de Kafka están ya asentadas y al acecho, esperando su momento.
- Que no sería descabellado suponer, en vista de todo lo anterior, que el “crecimiento económico” del último cuarto de siglo sea en gran medida ilusorio y relacionado sobre todo con el antedicho proceso de succión hacia las capas altas.
- Que tampoco seria excesivamente arriesgado relacionar el techo de consumo de energía per cápita (en 1979) con el inicio de este proceso. Y, en conclusión, que el lado descendente de todas esas inquietantes curvas de campana presentadas por los petrogeólogos pesimistas no se encuentra en un futuro más o menos vago, sino que ya ha comenzado hace tiempo y lo único que cabe esperar con la llegada del cenit absoluto de producción será un aumento en el ángulo de inclinación de la pendiente.