lunes, 8 de octubre de 2012

El dinero no se reproduce

Si mañana nos revelasen que en tal o cual continente remoto sus moradores padecen una altísima tasa de mortalidad porque creen que en invierno hace un calor sofocante y salen a la calle en mangas de camisa, muriendo de congelación, concluiríamos que tales personas han enloquecido. Lo mismo ocurriría si nos dijesen que en tal o cual comarca extraviada de los mapas los lugareños han resuelto que el agua es nociva para la salud, renunciando desde entonces a beberla, con la consiguiente mortandad por deshidratación. Pensaríamos que tales gentes han sufrido una especie de alucinación colectiva de inspiración diabólica; y la crónica de sus padecimientos -rematados siempre por la extinción física- nos encogería el alma.

Sin embargo, la llamada ‘crisis económica’ se asienta sobre una afirmación tan insensata como las anteriores, que consiste en creer que el dinero se reproduce. Aunque, bien mirado, es todavía más demencial y rocambolesca: pues, aunque sea excepcionalmente, los inviernos pueden ser calurosos o el agua dañina para la salud; en cambio, el dinero no se puede reproducir nunca: ni aunque le montes un picadero con sauna y jacuzzi, ni aunque lo sometas a tratamientos de fertilidad, ni aunque pruebes a cruzar entre sí las diversas ‘especies’ monetarias se reproduce, por la sencilla razón de que no tiene genitales. Sin embargo, los sacerdotes de la idolatría plutónica (la llamaremos así en honor a Plutón, el dios pagano de las riquezas, que no en vano era también el dios del infierno) han logrado convencernos de lo contrario; y en el pecado de credulidad (que es, en el fondo, pecado de avaricia) llevamos la penitencia.

Todos los filósofos clásicos tenían claro que el dinero era en sí mismo estéril, a diferencia de las ovejas, los manzanos o las amapolas. Por supuesto, mediante nuestro trabajo -entendido en un sentido amplio, como fuerza, ingenio, riesgo, capacidad imaginativa, emprendimiento, etcétera- el dinero puede ser invertido en empresas productivas que redundan en un beneficio: quien compra dos cerdos, macho y hembra, y los alimenta y cuida con esmero, logrará que se reproduzcan; quien compra una tierra y la cultiva con tesón logrará cosechas fecundas; quien compra una máquina logrará transformar las materias primas en bienes de consumo. Pero en todos estos casos el dinero no se ha reproducido: lo que ha ocurrido es que la conjunción de los bienes que la naturaleza nos procura y el trabajo humano ha generado un beneficio.

Puesto que el dinero no puede reproducirse, Santo Tomás pudo establecer que «cobrar usura por el dinero prestado es en sí mismo injusto, porque es vender lo que no existe, lo cual conduce inevitablemente a la desigualdad, que es contraria a la justicia». En efecto, si no se encarna -en una pareja de cerdos, un pedazo de tierra o una máquina-, el dinero deja de existir propiamente, porque tan solo es un valor que representa el valor de las cosas; y, desarraigado de ellas, se convierte en un puro fantasma. Pero la idolatría plutónica, para justificar la usura, dio en la locura de afirmar que el dinero podía reproducirse por arte de birlibirloque, desligado de los bienes a los que representa y sin intervención del trabajo humano, que desde entonces fue sustituido por una suerte de picaresca fraudulenta que convirtió la economía en una lotería especulativa, según la cual -risum teneatis- los activos financieros multiplican exponencialmente el producto interior bruto mundial; y la pobre gente aceptó tal disparate, engolosinada ante la expectativa de que sus ahorrillos pudieran multiplicarse, en una suerte de parodia eucarística, a través de los terminales informáticos.

Aceptada esta reproducción fantasmática del dinero, los sacerdotes de la idolatría plutónica montaron un aparato de matemática recreativa, sin sostén alguno en la realidad, cuya única finalidad consistía en justificar una ideología económica fundada en la usura que, a la vez que saqueaba la riqueza real de las naciones, las endeudaba hasta extremos insoportables, conduciéndolos a la ruina física y moral. El sistema de reserva fraccionaria, que permite a los bancos conceder préstamos ad infinítum sobre una exigua base originaria de dinero real, terminaría por convertir el sistema financiero mundial en una inmensa estafa que solo se distingue de las de Madoff o Afinsa en que la avalan los sacerdotes de la idolatría plutónica, que saben que están mintiendo, porque el dinero no se reproduce, ni se reproducirá jamás de los jamases.

Pero sostendrán la mentira hasta la aniquilación final. Más nos valdría creer que en invierno hace calor o que el agua es dañina para la salud.

El dinero no se reproduce.